lunes, 9 de julio de 2018

OCHO AÑOS DESPUÉS


Hace varios años que no escribía en este blog. Lo dejé botado como tantas otras cosas que he ido dejando de lado en la vida. Cuando lo creé tenía urgencias, estaba convencida que había cosas que decir y que yo quería decirlas. Estaba atorada, sentía que se venía una diáspora en la cual nunca más volveríamos a encontrarnos los que siempre nos habíamos encontrado y que eso nos diluiría  sin darnos cuenta; que pasaríamos por  los tres estados del agua: seríamos líquido, luego gas y finalmente evaporación.

Hoy, ocho años después, mis urgencias se pasean por un territorio distinto. Ya no me apura el éxodo de los vivos, ni me aterra la dispersión. Sigo buscando el silencio, siempre el silencio, a pesar de mis propias estridencias o tal vez por culpa de ellas. 

Hoy tengo muertos que antes no tenía y trato de convertirme en su aliada  para que no se vayan nunca, para que no me dejen en la mitad de una vereda sin saber para dónde seguir.  Con ellos quiero entender que la nostalgia  no es mi enemiga sino una manera de vivir la vida y que es legítimo mirar hacia atrás más de una vez al día.

Mirar hacia atrás, mirar hacia atrás aunque la memoria me traicione en pleno duelo, y en lugar de traerme de regalo lo que tanto le pido, llegue con ofrendas de un padre vivo y lúcido y no el que se rompió en fragmentos que ni él ni nadie pudo volver a armar. Guardar su voz, como me dijo una amiga, la voz de antes, la voz de siempre. Guardar al padre sin despedirse nunca porque no es cierto que en todas las despedidas la ritualidad juegue a favor. Al contrario.

Escribir sin darle espacio al pudor. Escribir porque muchas veces las palabras limpian, aíslan los ruidos y le van poniendo nombres a lo que uno no se atreve a nombrar. Escribir no disciplina la pena ni le poner horarios; tampoco le abre una puerta de salida para que se vaya, sólo la acomoda en esa parte donde se instala lo que viaja entre la garganta y los ojos.

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