miércoles, 21 de julio de 2010

"NO NOS CONVERTIMOS EN ELLOS"

Tiempo atrás, cuando mi sobrino Vicente tenía siete años, lo llevé a conocer la Plaza de la Constitución. Elegí un día especial sin saber que lo estaba eligiendo, porque la plaza estaba vestida de esos afiches blancos y negros con fotos de hombres, mujeres y niños con una pregunta como leyenda, tan simple como dolorosa: “¿Dónde están”? Al lado de esos letreros, como siempre, como ha sido desde hace más de tres décadas, se podían reconocer las caras cansadas de aquellos que hemos visto durante años perseverar inclaudicablemente preguntando lo mismo.

Nunca es fácil explicarle a un niño cosas que no tienen explicación, salvo que uno decida enfrentarlos de golpe y porrazo con las crueldades del mundo, con las miserias que por más que los adultos tratemos de suavizar, no pierden el tufo miserable. Dudé. Pero fueron tantas las preguntas que me hizo que opté por contarle una parte de la historia de su país, que también es parte de su biografía, porque si bien tiene la fortuna de haber nacido en otros tiempos, también hubo otros tiempos en los que los que hoy podrían haber sido sus “tíos” no se sabe dónde están.

Me ahorré detalles escabrosos. Bastaba con explicarle que así como su abuelo tuvo un periplo carcelario y un exilio de 14 años, hubo muchos que no contaron con esa suerte. Ni siquiera con “la suerte” de morir y estar enterrados donde sus familias puedan poner flores en una tumba. Simplemente no están. No tienen urnas, no tuvieron funerales, no tuvieron el llanto llorado que se le llora al muerto que sabemos que murió. No. Para ellos no hubo clemencia: hubo mar, helicópteros que los lanzaron, cerros que los escondieron, fosas, desierto y quién sabe qué otros parajes que la barbarie institucionalizada decidió.

Pero se equivocaron los que apostaron a que desapareciéndolos los borraban del mapa de la memoria. Estos que no están, estos que nunca más volvieron, vuelven todos los días, porque a pesar de los años, para los que no estamos dispuestos ni a olvidarlos ni a tranzarlos no se irán jamás. A pesar de la perversión de aquellos que no sólo han matado a las víctimas sino que también se han apropiado del saber sobre lo ocurrido, prolongando un dolor tan largo como la propia geografía chilena que logró sobrevivirlos.

Esta tarde me recordaron una frase del gran poeta argentino Juan Gelman, que siendo también víctima de su propia dictadura les ganó la batalla al afirmar que por cruento que haya sido el imperio del terror que vivió, “no nos convertimos en ellos”. Y es cierto. No somos ni fuimos hienas; no somos ni fuimos chacales; no buscamos castigar por gusto. Hemos querido saber la verdad, hemos pedido al menos el arrepentimiento y el reconocimiento del pecado cometido.

Hoy la Iglesia presentó al gobierno de Piñera su propuesta del Indulto Bicentenario. Más allá de todo lo que política y socialmente signifique esto para Chile, sólo quiero repasar los Límites que el mismo Gelman escribió alguna vez:

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,hasta aquí el agua?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire,hasta aquí el fuego?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor,hasta aquí el odio?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre,hasta aquí no?

Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas.
Sangran.

lunes, 19 de julio de 2010

EL DESPRECIO, UN VERBO QUE SE PUEDE CONJUGAR

Hace muchos años me tocó ser testigo privilegiada de una discusión magistral e irrepetible. Julio Scherer, uno de los mejores periodistas de todos los tiempos, debatía con Pablo González Casanova, otro grande del mundo del pensamiento latinoamericano. Ambos mexicanos. El tema era la reivindicación del odio como agente movilizador. Mientras las ráfagas de lucidez destellaban sin alcanzar a medirlas ni menos a recordarlas como hoy quisiera, hubo una frase de Scherer que sin embargo se me quedó grabada sin esfuerzo: el odio podía terminar convertido en un símil del amor, en la medida en que tiene un caudal de intensidad tan profundo como a veces lo demandan los sentimientos más nobles.

Ese día comprendí que el odio no tenía sentido. Destinar energías, movilizar la cordura, las vísceras y las fuerzas en odiar no sólo podía convertirse en un empeño estéril, sino que también en un ejercicio sin mayor sentido y con altos niveles de frustración. Y decidí no odiar a nadie, aunque no lo haya hecho jamás.

Y lo cambié por el desprecio.

Hoy no sólo creo que el desprecio no tiene parentesco alguno con los pecados capitales (aclaro que también reivindico varios de ellos), sino que es un derecho que debería estar consagrado, no para mirarlo con rubor, sino que con aceptación y ecuanimidad. Hasta con complacencia.

El desprecio como acto social que permite mirar –probablemente con un suspiro previo- a quienes no se hacen cargo de su propia historia y reniegan de ella más de tres veces antes de que cante un gallo en alguna parte del mundo. El desprecio hacia los que hacen del oportunismo una oportunidad –no es pleonasmo- y pontifican como si tuvieran las manos y los pies inmaculados. El desprecio hacia los valemadristas, los que no trepidaron en destruir a sus propios pares con tal de ocupar páginas mercuriales, sin saber –quiero creer- que estaban siendo manejados por manos más duchas, manos expertas de titiriteros que sí saben cómo jugar.

El desprecio como eje que define por cuál vereda decide uno caminar y por quiénes queremos caminar acompañados. Toda actitud que transgreda la verdad merece ser despreciada, porque como bien dijo Julián Marías, “lo despreciable no es la deficiencia humana, la dificultad de alcanzar la verdad siempre huidiza, sino la predilección por la falsedad, la adscripción voluntaria a ella”. Y aquí ha habido y siguen habiendo muchos que han adscrito voluntariamente, sin pistola en el pecho como si las hubo en los años del horror.

El desprecio permite andar con cierta cadencia, con elegancia y hasta con el mentón apuntando al Cielo. El odio no. El odio es torbellino; es una jaula virtual en la que nos damos vuelta sin movernos de nuestro punto de partida. Es la vuelta en un mismo eje que sólo sirve para acumular dolores sin avanzar ni un paso. El odio es también resentimiento y envidia.

El desprecio es un acto de depuración que no se topa con la soberbia sino que con las opciones. Y es, sobre todo, como diría nuevamente el gran Julio Scherer un punto de referencia que nos separa de aquellas vidas que despreciamos y de las cuales uno tiene el derecho a no querer parecerse jamás.

UN MUNDO RARO

Hace años, durante la fiebre de los blogs, tuve uno. Nada especial ni mucho menos memorable. He tratado de borrar todo lo escrito entonces porque el mundo se dio varios giros entremedio.

Si bien para la poesía y las anéctodas siempre debe haber tiempos, hoy las urgencias van por otro lado. Por no quedarse callada, por no aceptar sin al menos decir "no acepto", por evitar la diáspora, por mirar las cosas con los ojos más abiertos que nunca , la voz dispuesta y los dedos afilados.

No soy socióloga, no soy cientista política ni opinóloga autorizada. Soy una simple periodista, una chilena más, que no deja de asombrarse y que tampoco está dispuesta a dejar de hacerlo.

Vuelvo al blog entonces. Ya no soy la Tamarinda de 2005. Ahora el Mundo es Raro, como la mejor ranchera cantada por Chavela Vargas, entonada, sin embargo, desde la australidad remota que niega a mirarse el ombligo solamente.