Temprano. Esos minutos previos en los que ya está el uniforme del colegio puesto y se espera que la madre dé el vamos para partir
al colegio. Bolsón listo, cola de caballo hecha y bien tirante para que no se
les calce la frente a las niñitas (las frentes calzadas son feas, dice la
abuela, que no soporta que a sus nietas no les quepa una mano de gorila entre
la nariz y el territorio que sube tras las cejas). La puerta abierta, el motor
del auto andando. Todo listo para ser un día más entre todos los días, pero
suena el teléfono y la mañana que no postulaba a ser recordada se convierte en
la excepción que cambia la vida.
No van a clases, anuncia la madre, mientras susurra con la
abuela y la nana. No van a clases, insiste. Y, claro, las niñas no insistimos a
pesar de tener el uniforme puesto y el bolsón cargado.
Suena el teléfono una y otra vez. La madre trata de disimular
su cara de espanto, pero cada llamada
parece aumentar una angustia que las niñas no alcanzamos a entender.
La madre nos llama y nos sienta en el living como si fuéramos
las adultas que no somos. Están pasando cosas, nos cuenta: militares, disparos, La Moneda,
Allende y el padre nuestro que decidió acompañarlo en lo que fuera su
suerte. Nos avisa que el padre nos
llamará para despedirse y nos pide que no lloremos. Llama y no lloramos,
decimos ya, ya, ya a cada cosa que él nos dice cuando nos dice que nos quiere
más que a nada en el mundo y que si no nos volvemos a ver, quiere que seamos
niñas felices y que no nos olvidemos nunca ni de él ni de esta mañana. Ya, ya,
ya, seguimos respondiendo con una garganta que empieza a llenarse de agua.
La abuela cierra las persianas de todas las ventanas de la
casa, por lo que a las 11:00 de la mañana parece que llegó la noche.
La madre no quiere que veamos tele, pero vemos igual. Detrás
de una puerta siempre se puede ver tele
y escuchar lo que muchas veces no se debe. Bandos (¿qué son bandos cuando uno
tiene 8 años?), ultimátum (tampoco entendemos lo que es un ultimátum); otra vez
el teléfono, muchas veces el teléfono que suena, mientras la madre habla en voz
baja para que las niñas no escuchemos lo que de todas maneras escuchamos.
Papel y lápices. Las niñas dibujamos. Pintamos un hombre con
bigotes, una casa que se quema, una bandera chilena y escribimos VIVA ALLENDE
con hartos signos de exclamación. Es nuestra proclama. Esa que nadie verá y que
da lo mismo para todos menos para nosotras.
Las horas pasan y las niñas no sabemos si es de día o de
noche porque nos tienen prohibido acercarnos a las ventanas y espiar por las
rendijas de luz que se cuelan por las persianas cerradas a machete.
Hasta que llega el momento en que la noche es cierta y es
hora de dejar los lápices. Somos niñas que por un minuto exigen ser tratadas
como adultas. Queremos saber la verdad, decimos. La madre nos sienta en su cama
y con los ojos hinchados y sin ganas de disimular porque se le acabaron las
fuerzas para disfrazarnos la verdad, declara: el Presidente está muerto, el tío
Perro también, no sabemos dónde está el papá. Se terminó todo.
(Lloro. Mi hermana me mira y llora también).