miércoles, 11 de julio de 2018

LA MAÑANA DE LOS UNIFORMES


Temprano. Esos minutos previos en los que  ya está el uniforme del colegio puesto y  se espera que la madre dé el vamos para partir al colegio. Bolsón listo, cola de caballo hecha y bien tirante para que no se les calce la frente a las niñitas (las frentes calzadas son feas, dice la abuela, que no soporta que a sus nietas no les quepa una mano de gorila entre la nariz y el territorio que sube tras las cejas). La puerta abierta, el motor del auto andando. Todo listo para ser un día más entre todos los días, pero suena el teléfono y la mañana que no postulaba a ser recordada se convierte en la excepción que cambia la vida.
No van a clases, anuncia la madre, mientras susurra con la abuela y la nana. No van a clases, insiste. Y, claro, las niñas no insistimos a pesar de tener el uniforme puesto y el bolsón cargado.
Suena el teléfono una y otra vez. La madre trata de disimular su cara  de espanto, pero cada llamada parece aumentar una angustia que las niñas no alcanzamos a entender.
La madre nos llama y nos sienta en el living como si fuéramos las adultas que no somos. Están pasando cosas,  nos cuenta: militares, disparos, La Moneda, Allende y el padre nuestro que decidió acompañarlo en lo que fuera su suerte.  Nos avisa que el padre nos llamará para despedirse y nos pide que no lloremos. Llama y no lloramos, decimos ya, ya, ya a cada cosa que él nos dice cuando nos dice que nos quiere más que a nada en el mundo y que si no nos volvemos a ver, quiere que seamos niñas felices y que no nos olvidemos nunca ni de él ni de esta mañana. Ya, ya, ya, seguimos respondiendo con una garganta que empieza a llenarse de agua.
La abuela cierra las persianas de todas las ventanas de la casa, por lo que a las 11:00 de la mañana  parece que llegó la noche.
La madre no quiere que veamos tele, pero vemos igual. Detrás de una puerta siempre se puede ver  tele y escuchar lo que muchas veces no se debe. Bandos (¿qué son bandos cuando uno tiene 8 años?), ultimátum (tampoco entendemos lo que es un ultimátum); otra vez el teléfono, muchas veces el teléfono que suena, mientras la madre habla en voz baja para que las niñas no escuchemos lo que de todas maneras escuchamos.
Papel y lápices. Las niñas dibujamos. Pintamos un hombre con bigotes, una casa que se quema, una bandera chilena y escribimos VIVA ALLENDE con hartos signos de exclamación. Es nuestra proclama. Esa que nadie verá y que da lo mismo para todos menos para nosotras.
Las horas pasan y las niñas no sabemos si es de día o de noche porque nos tienen prohibido acercarnos a las ventanas y espiar por las rendijas de luz que se cuelan por las persianas cerradas a machete.
Hasta que llega el momento en que la noche es cierta y es hora de dejar los lápices. Somos niñas que por un minuto exigen ser tratadas como adultas. Queremos saber la verdad, decimos. La madre nos sienta en su cama y con los ojos hinchados y sin ganas de disimular porque se le acabaron las fuerzas para disfrazarnos la verdad, declara: el Presidente está muerto, el tío Perro también, no sabemos dónde está el papá. Se terminó todo.
(Lloro. Mi hermana me mira y llora también).

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