miércoles, 3 de octubre de 2018


5 de octubre, treinta años después.

Le hemos puesto miles  de adjetivos. Que  es flaca, ripiosa, debilucha, arrugada y volátil. Que no tiene alma, que no se parece a lo que soñamos para ella. Que está cansada, que se tendió en un camastro hecho de barro y se amortajó para no moverse más.
También que es una malnacida. Una perversa que nos encantó de lejos, decepcionándonos cuando fuimos capaces de olerla de cerca. Que bosteza. Que está enferma. Que tiene septicemia y que se muere un poco cada día. Que es frígida, y que en ese manto en el que no se conoce el placer, nos fue envolviendo a todos y todas.
Con esos nombres y muchos más  hemos bautizado a nuestra democracia que hoy cumple 30 años. Una festejada a la que a veces –muchas veces- tratamos con el desprecio que sentimos hacia los que se les entregan premios de consuelo inmerecidos.
En este remolino de desdén  y sentimientos encontrados, hay días en que pareciera que se nos olvidó de qué tiempos veníamos y se nos arrancó la memoria por algún lado.
Se nos olvidó que hasta 1990 cuando nos despedíamos y nos decíamos “cuídate”, en esa recomendación  no pensábamos en los azares de los accidentes, sino que creíamos que la muerte iba incluida como una posibilidad real. Que para muchos las noches eran sinónimo de miedo, tanto que aprendimos que el miedo podía conjugarse como verbo a plena luz del día. Que no eran tiempos de balas locas sino de de balas con nombre y apellido. Que nos mirábamos de reojo y que para cada santo había una seña. Se nos olvidaron los estados de sitios, el artículo 8vo, los autos sin patente que estaban a la vuelta de cualquier esquina, las estrofas obligatorias y los vivos que se llevaron y nunca más volvieron.
¿Es tan indigno acaso lo que hemos construido en estas  tres décadas? No, no lo es. ¿Es insuficiente?, sin duda. ¿Necesita más bríos y menos impudicia?, sí. Que a nuestra democracia le falta más democracia es casi una perogrullada; que rasguñarla pidiéndole más es legítimo y sano  porque carece de la robustez que los tiempos exigen. Pero  afirmar que todo lo anterior es sinónimo de “una alegría que no llegó”, me sigue pareciendo una falta de respeto y una abdicación facilista destinada a una galería olvidadiza dispuesta a aplaudir la consigna que año a año vuelve a ponerse de moda.
Yo me resisto a olvidar de dónde vengo, revisando una historia que duró 17 años como si fuera un inventario de anécdotas. No hay anécdotas cuando hay miles que nunca más aparecieron o fueron muertos.
Es cierto que  relegamos la incertidumbre  y nos acomodamos en la certeza, que permitimos que los años nos fueran colonizando las ganas. Y eso es culpa nuestra, no del esfuerzo ni de la alegría que, para muchos, parece que tenía la obligación de llegar a tocarles la puerta porque sí.
La épica se construye de lunes a domingo. Los ritos son necesarios porque ordenan nuestras vidas, y la nostalgia es bonita cuando nos lleva a hacer el repaso de lo que un día fuimos y de lo que hoy somos.
Han pasado 30 años desde que le dijimos NO a una dictadura, y paradojalmente es entre nosotros mismos donde persisten más destrezas para escupir la cara de esta hija, que para decirle que por mucho que se caiga, todavía tiene un camino largo por andar, aunque algunos prefieran no gastar las suelas de sus zapatos en el empeño.


(Con algunas variaciones, gran parte de este texto lo escribí en 2010 para El Post)