jueves, 2 de agosto de 2018

La mujer (de)





Nunca me he declarado feminista y me parecería de un oportunismo propio de gente de mala calaña andarse subiendo al carro que otras mujeres han empujado por años con esfuerzo y furia legítima, con tal de tatuarme en la frente un título que no me pertenece.

No lo he hecho porque probablemente nunca he necesitado asumirme como tal. Me crié en una casa de puras mujeres, con una madre que siempre nos enseñó que parte del deber que tenía en la vida era aprender a valerme por  mi misma, sin escabullir el fardo sino enfrentándolo, y con un padre que me decía que no existía “tarea imposible para una bolchevique”, aunque de bolche no tuviera nada. Y así he andado, con tropezones, con varias caídas propias y con más de un empujón ajeno. Camino pavimentado con certezas que se fueron armando más allá de las costuras descosidas que se arrastran inevitablemente.

Hasta que te estrellas con el muro canalla que te pega la bofetada, diciéndote sin decirte, que lo que se espera de ti  es el silencio sumiso y “prudente”, la opinión políticamente correcta y cierta “formalidad” pasmosa como de señorita debutante de 15 años envuelta en un traje de merengue.

Y no pues. Al menos yo ese baile no lo bailo.

A pesar que no creo que sea una enfermedad estrictamente nacional, ya que el machismo traspasa montañas y aguas,   Chile es una provincia donde todo parece retumbar con la fuerza de un caserío de cuatro cuadras. Tal vez porque somos pocos y  en ciertos ámbitos nos conocemos todos  y todas, y nos olfateamos desde una endogamia promiscua como perros que se encuentran en la calle, no para hacerse amigos sino para reconocerse como tales.

No me declaro feminista porque el título me queda grande, pero si parte de la ruta para serlo es decir lo que uno piensa públicamente, le moleste a quien le moleste y no temerle al conflicto  es serlo, amigas, ahí voy.

Hace muchos años leí una entrevista a la mujer de un político criollo –por supuesto no recuerdo de quién se trataba- que decía que en este país cuando la “mujer de” opinaba, inmediatamente se asumía que lo estaba haciendo en función del marido. A mí que se me olvida casi todo, esa frase me quedó grabada como sentencia. Sentencia premonitoria, pienso hoy con risa, también con rabia.

Tener que aclarar que uno tiene opinión propia, mirada propia y razonamiento propio me resulta casi humillante, pero parece  que es el viaje que hay que hacer en estos tiempos -¡justo en estos tiempos!- donde la sola precisión de una cosa así resulta decimonónica y profundamente ofensiva.

Hay quienes optan por el comentario en sordina, por el cotilleo ramplón del murmullo de gallinas aburridas, del mensaje reenviado que se convierte en diminuto escándalo,  por la crítica bajo el poncho de moda y por la toma de partido en el silencio que no paga costos. La hipocresía a escala de la agenda personal, de cuánto se gana y cuánto se pierde. La domesticación de un hábito que sólo sirve para el beneficio propio.

Ese juego no lo juego porque es indecente. Prefiero mil veces la confrontación abierta. Lo demás es veneno de venenosas, de cobardes que se acomodan en la complicidad y que están dispuestas a todo con tal de ser recibidas como iguales en los salones de sus supuestos adversarios. De operadoras que  sí operan.

Por lo tanto, es fácil prever que seguiré diciendo lo que quiera, cuando quiera. Y lo haré como siempre lo he hecho: con firma propia. No necesito que me pongan apellidos con los cuales no nací, no obstante viva felizmente con ellos. Tampoco de placements que me concedan una legitimidad postiza. La trenza de espinas o de brillos de colores la tejo yo sin pedir ayuda para el armado, porque le tengo miedo a mil cosas menos a ser quien soy. No heredé sangre espantadiza, aunque me espante al menos una vez al día todos los días. Les dejo a otras (os) el rol de jarrito de Tlaquepaque.

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