lunes, 19 de julio de 2010

EL DESPRECIO, UN VERBO QUE SE PUEDE CONJUGAR

Hace muchos años me tocó ser testigo privilegiada de una discusión magistral e irrepetible. Julio Scherer, uno de los mejores periodistas de todos los tiempos, debatía con Pablo González Casanova, otro grande del mundo del pensamiento latinoamericano. Ambos mexicanos. El tema era la reivindicación del odio como agente movilizador. Mientras las ráfagas de lucidez destellaban sin alcanzar a medirlas ni menos a recordarlas como hoy quisiera, hubo una frase de Scherer que sin embargo se me quedó grabada sin esfuerzo: el odio podía terminar convertido en un símil del amor, en la medida en que tiene un caudal de intensidad tan profundo como a veces lo demandan los sentimientos más nobles.

Ese día comprendí que el odio no tenía sentido. Destinar energías, movilizar la cordura, las vísceras y las fuerzas en odiar no sólo podía convertirse en un empeño estéril, sino que también en un ejercicio sin mayor sentido y con altos niveles de frustración. Y decidí no odiar a nadie, aunque no lo haya hecho jamás.

Y lo cambié por el desprecio.

Hoy no sólo creo que el desprecio no tiene parentesco alguno con los pecados capitales (aclaro que también reivindico varios de ellos), sino que es un derecho que debería estar consagrado, no para mirarlo con rubor, sino que con aceptación y ecuanimidad. Hasta con complacencia.

El desprecio como acto social que permite mirar –probablemente con un suspiro previo- a quienes no se hacen cargo de su propia historia y reniegan de ella más de tres veces antes de que cante un gallo en alguna parte del mundo. El desprecio hacia los que hacen del oportunismo una oportunidad –no es pleonasmo- y pontifican como si tuvieran las manos y los pies inmaculados. El desprecio hacia los valemadristas, los que no trepidaron en destruir a sus propios pares con tal de ocupar páginas mercuriales, sin saber –quiero creer- que estaban siendo manejados por manos más duchas, manos expertas de titiriteros que sí saben cómo jugar.

El desprecio como eje que define por cuál vereda decide uno caminar y por quiénes queremos caminar acompañados. Toda actitud que transgreda la verdad merece ser despreciada, porque como bien dijo Julián Marías, “lo despreciable no es la deficiencia humana, la dificultad de alcanzar la verdad siempre huidiza, sino la predilección por la falsedad, la adscripción voluntaria a ella”. Y aquí ha habido y siguen habiendo muchos que han adscrito voluntariamente, sin pistola en el pecho como si las hubo en los años del horror.

El desprecio permite andar con cierta cadencia, con elegancia y hasta con el mentón apuntando al Cielo. El odio no. El odio es torbellino; es una jaula virtual en la que nos damos vuelta sin movernos de nuestro punto de partida. Es la vuelta en un mismo eje que sólo sirve para acumular dolores sin avanzar ni un paso. El odio es también resentimiento y envidia.

El desprecio es un acto de depuración que no se topa con la soberbia sino que con las opciones. Y es, sobre todo, como diría nuevamente el gran Julio Scherer un punto de referencia que nos separa de aquellas vidas que despreciamos y de las cuales uno tiene el derecho a no querer parecerse jamás.

3 comentarios:

  1. Vaya, fuerte, duro, real.
    Pero en lo personal discrepo, yo trabajo todos los días para tratar de no odiar ni despreciar a ningún otro ser humano, no es fácil, hay tantos por despreciar, pero espero algún día lograr el no desprecio a nadie.

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  2. Aunque el estilo es implacable tambien discrepo. Despreciar es abstraernos, es alejarnos, es no hacer nada para impactar a aquellos con los que no tenemos comunion alguna y que en mala forma nos avienta al desprecio.
    No, no quiero despreciar, quiero influir y convencer. Tratar de hacer de este mundo algo mejor aunque sea en la mas minima trinchera que nos haya tocado vivir.

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  3. Yo sí desprecio. No sé si soy muy cerrada pero me resulta imposible sentir otra cosa por asesinos y abusadores. Es más, me deja tranquila poder ponerle nombre a lo que ellos me provocan. Y estoy segura que no es odio... no se merecen tanto.
    Paulina Donckaster

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