Nunca me he declarado
feminista y me parecería de un oportunismo propio de gente de mala calaña andarse
subiendo al carro que otras mujeres han empujado por años con esfuerzo y furia
legítima, con tal de tatuarme en la frente un título que no me pertenece.
No lo he hecho porque
probablemente nunca he necesitado asumirme como tal. Me crié en una casa de
puras mujeres, con una madre que siempre nos enseñó que parte del deber que
tenía en la vida era aprender a valerme por mi misma, sin escabullir el fardo sino enfrentándolo,
y con un padre que me decía que no existía “tarea imposible para una
bolchevique”, aunque de bolche no tuviera nada. Y así he andado, con tropezones,
con varias caídas propias y con más de un empujón ajeno. Camino pavimentado con
certezas que se fueron armando más allá de las costuras descosidas que se
arrastran inevitablemente.
Hasta que te
estrellas con el muro canalla que te pega la bofetada, diciéndote sin decirte,
que lo que se espera de ti es el
silencio sumiso y “prudente”, la opinión políticamente correcta y cierta “formalidad”
pasmosa como de señorita debutante de 15 años envuelta en un traje de merengue.
Y no pues. Al menos
yo ese baile no lo bailo.
A pesar que no creo
que sea una enfermedad estrictamente nacional, ya que el machismo traspasa montañas
y aguas, Chile es una provincia donde todo parece
retumbar con la fuerza de un caserío de cuatro cuadras. Tal vez porque somos
pocos y en ciertos ámbitos nos conocemos
todos y todas, y nos olfateamos desde
una endogamia promiscua como perros que se encuentran en la calle, no para
hacerse amigos sino para reconocerse como tales.
No me declaro
feminista porque el título me queda grande, pero si parte de la ruta para serlo
es decir lo que uno piensa públicamente, le moleste a quien le moleste y no
temerle al conflicto es serlo, amigas, ahí voy.
Hace muchos años leí una
entrevista a la mujer de un político criollo –por supuesto no recuerdo de quién
se trataba- que decía que en este país cuando la “mujer de” opinaba, inmediatamente
se asumía que lo estaba haciendo en función del marido. A mí que se me olvida
casi todo, esa frase me quedó grabada como sentencia. Sentencia premonitoria,
pienso hoy con risa, también con rabia.
Tener que aclarar que
uno tiene opinión propia, mirada propia y razonamiento propio me resulta casi
humillante, pero parece que es el viaje que
hay que hacer en estos tiempos -¡justo en estos tiempos!- donde la sola
precisión de una cosa así resulta decimonónica y profundamente ofensiva.
Hay quienes optan por
el comentario en sordina, por el cotilleo ramplón del murmullo de gallinas
aburridas, del mensaje reenviado que se convierte en diminuto escándalo, por la crítica bajo el poncho de moda y por la
toma de partido en el silencio que no paga costos. La hipocresía a escala de la
agenda personal, de cuánto se gana y cuánto se pierde. La domesticación de un
hábito que sólo sirve para el beneficio propio.
Ese juego no lo juego
porque es indecente. Prefiero mil veces la confrontación abierta. Lo demás es
veneno de venenosas, de cobardes que se acomodan en la complicidad y que están
dispuestas a todo con tal de ser recibidas como iguales en los salones de sus
supuestos adversarios. De operadoras que sí operan.
Por lo tanto, es
fácil prever que seguiré diciendo lo que quiera, cuando quiera. Y lo haré como
siempre lo he hecho: con firma propia. No necesito que me pongan apellidos con
los cuales no nací, no obstante viva felizmente con ellos. Tampoco de placements que me concedan una
legitimidad postiza. La trenza de espinas o de brillos de colores la tejo yo
sin pedir ayuda para el armado, porque le tengo miedo a mil cosas menos a ser
quien soy. No heredé sangre espantadiza, aunque me espante al menos una vez al
día todos los días. Les dejo a otras (os) el rol de jarrito de Tlaquepaque.