5 de octubre, treinta años después.
Le hemos puesto miles de adjetivos. Que es flaca, ripiosa, debilucha, arrugada y
volátil. Que no tiene alma, que no se parece a lo que soñamos para ella. Que
está cansada, que se tendió en un camastro hecho de barro y se amortajó para no
moverse más.
También que es una malnacida. Una perversa que nos encantó de
lejos, decepcionándonos cuando fuimos capaces de olerla de cerca. Que bosteza.
Que está enferma. Que tiene septicemia y que se muere un poco cada día. Que es
frígida, y que en ese manto en el que no se conoce el placer, nos fue
envolviendo a todos y todas.
Con esos nombres y muchos más
hemos bautizado a nuestra democracia que hoy cumple 30 años. Una
festejada a la que a veces –muchas veces- tratamos con el desprecio que
sentimos hacia los que se les entregan premios de consuelo inmerecidos.
En este remolino de desdén
y sentimientos encontrados, hay días en que pareciera que se nos olvidó
de qué tiempos veníamos y se nos arrancó la memoria por algún lado.
Se nos olvidó que hasta 1990 cuando nos despedíamos y nos
decíamos “cuídate”, en esa recomendación
no pensábamos en los azares de los accidentes, sino que creíamos que la
muerte iba incluida como una posibilidad real. Que para muchos las noches eran
sinónimo de miedo, tanto que aprendimos que el miedo podía conjugarse como
verbo a plena luz del día. Que no eran tiempos de balas locas sino de de balas
con nombre y apellido. Que nos mirábamos de reojo y que para cada santo había
una seña. Se nos olvidaron los estados de sitios, el artículo 8vo, los autos
sin patente que estaban a la vuelta de cualquier esquina, las estrofas
obligatorias y los vivos que se llevaron y nunca más volvieron.
¿Es tan indigno acaso lo que hemos construido en estas tres décadas? No, no lo es. ¿Es
insuficiente?, sin duda. ¿Necesita más bríos y menos impudicia?, sí. Que a
nuestra democracia le falta más democracia es casi una perogrullada; que
rasguñarla pidiéndole más es legítimo y sano
porque carece de la robustez que los tiempos exigen. Pero afirmar que todo lo anterior es sinónimo de
“una alegría que no llegó”, me sigue pareciendo una falta de respeto y una
abdicación facilista destinada a una galería olvidadiza dispuesta a aplaudir la
consigna que año a año vuelve a ponerse de moda.
Yo me resisto a olvidar de dónde vengo, revisando una
historia que duró 17 años como si fuera un inventario de anécdotas. No hay
anécdotas cuando hay miles que nunca más aparecieron o fueron muertos.
Es cierto que relegamos la incertidumbre y nos acomodamos en la certeza, que
permitimos que los años nos fueran colonizando las ganas. Y eso es culpa
nuestra, no del esfuerzo ni de la alegría que, para muchos, parece que tenía la
obligación de llegar a tocarles la puerta porque sí.
La épica se construye de lunes a domingo. Los ritos son
necesarios porque ordenan nuestras vidas, y la nostalgia es bonita cuando nos
lleva a hacer el repaso de lo que un día fuimos y de lo que hoy somos.
Han pasado 30 años desde que le dijimos NO a una dictadura, y
paradojalmente es entre nosotros mismos donde persisten más destrezas para
escupir la cara de esta hija, que para decirle que por mucho que se caiga,
todavía tiene un camino largo por andar, aunque algunos prefieran no gastar las
suelas de sus zapatos en el empeño.
(Con algunas
variaciones, gran parte de este texto lo escribí en 2010 para El Post)